Un texto acerca de lo determinado, la senda marcada...
“Existe una razón para que todo acontezca que no hay por qué conocer o comprender..."
Hoy sigue lloviendo y mi mirada se pierde entre las gotas. El tiempo ha conjurado el dolor que ocupa el vacío de la ausencia; es hora de evocar recuerdos y permitirles fluir, ahora que sólo traen tibia nostalgia, un leve punto de amargura.
Recuerdos que conforman historias como ésta, que empiezan con lluvia y terminan con ella…
Volvía a casa con el olor a tierra mojada envolviéndolo todo, ese olor que precede a la tormenta. Tras algún relámpago, una cortina de agua me obligó a guarecerme bajo una cornisa hasta que escampase. A mi derecha tenía la puerta de un pequeño tugurio. Entré pensando que la espera con una cerveza sería más llevadera.
No había demasiada gente. La música, no demasiado alta, permitía la conversación, y me sentí cómodo sin las miradas con las que a veces se recibe a los extraños. Llegué a la barra, pedí la cerveza más fría que tuviesen y, tras el primer trago, la vi por primera vez. Recuerdo su pelo como si la tuviera delante, ensortijado y cobrizo, y su sonrisa... comenzamos a hablar, bailamos y, casi llegando el alba, me dio su teléfono antes de irse con el grupo de gente con la que estaba.
Esa noche sin luna partió dejándome la sensación de que volveríamos a vernos.
Aquella velada trajo otras. Somos conscientes de la convergencia de los caminos cuando andamos; los nuestros lo hicieron, a pasos cortos y despacio, desvelando poco a poco de dónde veníamos... Compartimos lecho y sellamos un compromiso sin palabras. Así se impuso en mi vida y pasó a ser referente…
De compartir lecho pasamos a compartir vida; se instaló en mi casa. Desde el primer día que llegó se fijó en el enigmático grabado de la pared del salón. Era la parte posterior de una cabeza y su dorso, en él había escritas unas palabras. Un día, yo la observaba mirándolo fijamente. Tras unos instantes, cruzamos una mirada.
—Es sugerente —dijo con media sonrisa—, me resulta extrañamente evocador.
—Hace tiempo —relaté—, un día de esos en los que tienes que vagar hacia ningún lado para arrastrar las penas y no dejarlas asentarse demasiado, me perdí por la ciudad. Anduve entre gente, edificios, asfalto, sin fijar la atención en nada, abstraído. Me paré frente al escaparate de una pequeña tienda y lo observé. En él, los objetos y los colores conformaban un maravilloso caos, y ahí destacaba este grabado. La primera vez que lo vi, me abordó un sentimiento de vaga y honda tristeza, un dolor rebajado pero arraigado. Sentí pena, un ligero displacer que no lograba identificar. Entré a la tienda y percibí un olor amaderado, rotundo. Un hombre enjuto de fina mirada vino a mi encuentro.
—¿Puedo ayudarle?
—Solo miraba, me ha llamado la atención el grabado.
—No está en venta.
—No pensaba comprarlo, pero me generó un sentimiento extraño.
Le comenté el sentimiento que me había provocado y, mirándome a los ojos, me dijo:
—Existe una razón para que todo acontezca que no hay por qué conocer o comprender.
—Quiero pensar que hay un espacio que resiste a lo predestinado, a lo determinado —le respondí.
Se sonrió, con una inquietante sonrisa.
—Si eso es lo que crees, debes llevártelo.
Me extrañó el ofrecimiento. Le indiqué:
—Me dijo que no estaba en venta.
—No te lo estoy vendiendo, te lo estoy dando.
Y así llegó a mi hogar.
Ella y yo compartimos alegrías y alguna tristeza. Los días se convirtieron en semanas, éstos en meses, y ahí seguía entre nosotros el grabado, ignoto y familiar.
Llegó el estío, y su calor trajo tormentas...
Un día me anunció su partida. No me dio a conocer razones, sólo la necesidad de distanciarse… La flecha dorada había devenido plomo. Cuando la cristalización da paso al desencanto, el desfondamiento está instalado; el punto de no retorno ha sido superado.
Un beso y cerró la puerta tras de sí...
La noche de su partida olvidó un espejo, un pequeño y sencillo espejo de madera, que situé frente al grabado… Y comenzó la tormenta, con el olor a tierra mojada envolviéndolo todo, ese olor a tierra que precede a la lluvia. Tras algún relámpago, una cortina de agua… Entonces identifiqué la tristeza que me producía el grabado… Y se me rompió el corazón al mirar su espejo y ver el reflejo del grabado. Podía leer lo que estaba escrito... Estuvo ahí desde el principio, desde que lo vi por primera vez...
Una noche de tormenta Trae lágrimas por la pérdida mientras la mirada se pierde entre las gotas Todo está escrito El principio y el final
Quedó una frase que no pude comprender…
Y mi mirada, entre lágrimas, se perdió entre las gotas.
El día siguiente amaneció despejado… Un domingo sin nubes, espléndido, y ella seguía en el cielo cuando miraba al infinito azul. Salí a disfrutar del sol… caminé frente a él, respirando hondo y exhalando mi pesar.
Me sentí vivo y corrí a casa a interpretar la frase que quedaba. Abrí la puerta y allí estaba ella… sonriendo. Me mostró el grabado y la frase ignota podía leerse:
“Sólo la esperanza nos salva… Pero a veces no es más que vana ilusión..."
Dejé ir su recuerdo, etéreo, intangible, mientras abría una cerveza fría, tan fría como la que bebí el día que nos conocimos…
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