lunes, 23 de enero de 2017

La senda latente





Como Baudelaire, tengo más recuerdos que si tuviera mil años, mas no me fío de mi memoria. Mi pasado no existe, pero aflora constantemente en un flujo discontinuo de pensamientos, de juicios, de recuerdos que constituyen mi vida mientras discurre el devenir. Es como si uno tuviese yoes sucesivos que se van sumando con una cierta continuidad subyacente, pero cambiantes, diferentes.

Hoy, paseando, he llegado hasta mi primer colegio. He atravesado el parque que lo rodeaba procurando inhalar profundamente para recibir el olor de los pinos. Cada uno de ellos sigue en el mismo lugar, como antaño, pero, al igual que yo, ya no son los mismos.

Hace un día fresco y gris, como el color de su patio de cemento y de sus paredes. Desde la valla exterior, observo lo que se adivina de las aulas a través de los ventanales y no puedo dejar de traer junto a mí a mi primer maestro. Se llamaba Mauro. Respiro hondo y mi conciencia vuelve poco a poco de esa ensoñación en que se ha sumido. Creo que durante unos minutos he vuelto a ser el niño que corría por ese patio, hacía sus primeras amistades, despertaba al deseo y, como una esponja, aprendía a todos los niveles: emocional, social, intelectual y conformaba los cimientos de lo que he sido y soy. El sol ha vuelto a salir y mientras regreso, lo hago en compañía de Mauro y su recuerdo.

El invierno que entró en mi vida debió ser frío. Yo tendría unos 12 años. Nuestra profesora, doña Aura, cayó enferma. Era una cincuentona soltera, aunaba severidad y cercanía, y se ganó nuestro respeto los meses que compartimos. Entraba cada día en el aula, una sala con paredes verdes, cuadrangular, y se dirigía a la cabecera donde estaba su mesa. Allí tocaba una campanilla y, tras hacerse el silencio, daba comienzo la clase.

Una mañana nos extrañó su retraso en llegar. En su lugar apareció el director del colegio, que nos comunicó que doña Aura no vendría. Nos inquietó su ausencia y la incertidumbre por saber quién la sustituiría.

Esa tarde entró en clase Mauro. Lo primero que nos llamó la atención fue su vestimenta oscura y la expresión de su rostro: adusto, sobrio, con un leve punto melancólico. Era alto, delgado, con pelo largo, liso y moreno, su frente ancha con pronunciadas entradas y unos pequeños y penetrantes ojos azules. Llevaba poblada barba y su voz era grave, cavernosa. Se presentó y, en lugar de darnos clase, se apoyó de pie en el borde de su mesa y sacó un libro. Guardo esa imagen. La literalidad de lo dicho es bruma, pero su fundamento y mi experiencia han dado forma a su discurso.

—Hoy —nos dijo—, estaremos juntos poco tiempo. Voy a leeros algo que no espero que disfrutéis, posiblemente ni lo comprendáis, pero a veces lo que nos cuentan es como una semilla, un pequeño grano que permanece en nosotros durante un tiempo hasta que llega su momento; entonces germina y da fruto... aunque también habrá semillas, la mayoría, que acaben por pudrirse. No voy a hablaros como a niños, sino como a hombres.

Y nos habló como a hombres. Leyó un párrafo, recuerdo el autor, quedó grabado en mi memoria infantil: se llamaba Stendhal, y en el texto que nos leyó hablaba de su teoría de la Cristalización. Y tenía razón, oí sus palabras, pero al sentido del texto he accedido con el tiempo, aunque nunca sabré si es este el sentido que quiso transmitirnos. La sensación al releerlo es de un leve displacer, una tristeza casi residual, generada no sé si por el propio texto o por el recuerdo de Mauro al leerlo. Me inclino a pensar que pesa más la segunda posibilidad.

—La Teoría de la Cristalización de Stendhal muestra una inclinación del ser humano a añadir atributos al ser amado cuando, en realidad, no los tiene —expuso, mirándonos y hablando con pausa—. Siguió exponiéndola: “Si se echa una rama seca y deshojada en una de las minas de Salzburgo, y se recoge al día siguiente, ésta aparece transfigurada: se habrá cubierto de infinidad de cristalitos brillantes que convierten una rama seca en una especie de ensamblaje de diamantes”. Más que un discurso del amor —comentó— es una bella descripción del desamor, cuando uno confronta lo que su imaginación ha figurado con lo real.

Y aquí preguntó:

—¿Qué es lo real, lo que hay en nuestro pensamiento o lo que hay fuera de nosotros?

Nadie respondió, todos le miramos en silencio y, tras unos instantes, dijo:

—Lo real es lo que se impone.

Así acabó esa primera clase. La he llevado conmigo latente junto con el torrente de vivencias que mi memoria conservó y me pertenecen. Y ahora que pienso en la cristalización no vienen a mí pasados amores idealizados que resultaron desengaños, sino yo mismo, en una suerte de cristalización endógena. Antes que Mauro pasase por mi vida, este cristalizador proceso ya había comenzado, desde que tuve conocimiento de mí mismo. Y conformó una multitud de imágenes, expectativas, anhelos, deseos, esperanzas de algo que no era real, porque lo real se impone y esa realidad es un presente que anticipa un final lejos de esa irreal abstracción. El efímero paso es pura cristalización: lo indeterminado espera a la breve ilusión. Pero este paso es eterno, se repite infinitamente, y eso es lo único que esquiva la desesperación.

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